La calidad, la necesidad, la confianza, el trato con el cliente, la personalización, entre otras, todo son facetas que agravan el precio final de un servicio (IVA encubierto) y eso puede repercutir desde la fabricación hasta la comercialización del producto. Por eso, a la hora de pagar por un producto o servicio hay que relativizar, la amortización y las necesidades de la aplicación del producto, por encima de la marca.
No me refiero a que las marcas sean el enemigo, ni mucho menos, las marcas solo son una herramienta de producción para lograr sus objetivos. De la misma manera, el consumidor, debe saber escoger el tipo de marca que produzca el servicio que mejor se adapte a sus necesidades o funciones. Teniendo en cuenta factores como el precio, la calidad, el uso, el momento adecuada, el tipo de urgencia, etc. Cuando invertimos en una respectiva marca debemos tener presente la base argumental de porqué escogemos dicha marca, yendo más allá del simple reconocimiento comercial o popular. El verdadero reconocimiento o prestigio comercial se construye en base a la confianza generada por el esfuerzo y la implicación de ofrecer unas buenas prestaciones de servicio al cliente final o consumidor. Un falso reconocimiento o engaño comercial, además de encubrir en un posible delito por fraude, genera un perjuicio en la confianza de los consumidores e incluso agravar una inflación en la propia economía a largo plazo.
Con el tiempo se puede cometer varios tipos de perjuicio que sobrevaloran la calidad de una marca; la relajación de las prestaciones, la elección por excesiva confianza y el aumento de la competitividad. Cuando se da estos casos el consumidor estará pagando de más, por una hipotética calidad, más que por los servicios que se supone que le interesan realmente. A veces consentidos por conveniencia y otras por un abuso desmesurado de la confianza comercial.
Una gestión correcta del uso comercial y del consumo saludable, es como la convivencia cívica, depende de la colaboración de todos en gran medida.